He tenido un año lleno de emociones; ya he contado en entradas anteriores que mi terapeuta me dejó una tarea muy especial para reconocer lo que siento, y en este camino, me he dado cuenta de algo que, en particular 2025 me ha llenado de nostalgia. Es una de esas emociones mixtas que se sienten como una risa con nudo en la garganta. De esas que llegan en silencio, se sientan contigo en la cama un sábado por la mañana y te dicen: mira todo lo que ha cambiado.

Y como muchas de las cosas que me mueven, esta historia es sobre mis hijas.

Cuando era niña y me preguntaban “¿qué quieres ser de grande?”, nunca supe del todo, muchas veces soñé con estar en la televisión y ser una gran actriz… pero tenía ganas de más. Lo que sí sabía con una certeza que no me cabía en el pecho, era que yo quería ser mamá.

A los 22 años me fui a vivir con Iván, el papá de TaSo. Teníamos más ganas que certezas, y más sueños que muebles. Pero había amor, y una idea ingenua pero preciosa de que ese amor merecía crecer en otra forma. Siempre creímos que ese amor se llamaría Alejandro (qué ironía para los que saben mi historia). Un solo hijo, un niño. Fantaseábamos con su nombre, con sus ojos.

Nunca nos imaginamos que serían dos.

Recuerdo ese día como si mi vida se hubiera dividido en dos también: saber que estaba embarazada, y al mismo tiempo, saber que serían gemelas. Pero esa es otra historia, y necesita su propio espacio.

Hoy quiero hablar de otra transición menos nombrada: el paso de la niñez a la pre-adolescencia. De los pañales a las preguntas incómodas, de las sonajas al «Avatar World y Roblox».

Mis hijas cumplieron diez años en marzo. Ya son oficialmente dos dígitos. Ya están transitando hacia su segunda década. Y aunque me llena de orgullo verlas crecer tan bien, porque la verdad es que son unas niñas increíbles, brillantes, amorosas, divertidas y únicas, también hay algo en mí que duele.

Duele porque ya no me necesitan como antes, porque el tiempo no frena por más que lo abrace fuerte, porque ser mamá también es soltar, y nadie te enseña del todo cómo se hace eso sin sentir que te arrancas algo propio. Me duele porque sé que está bien que crezcan, pero nadie me dijo lo rápido que iba a pasar.

Hay tantas cosas que no se dicen de esta etapa. Se habla mucho de los terribles dos, de los primeros días de escuela, del miedo a la adolescencia. Pero esta pre-adolescencia silenciosa, esta orilla en la que todavía quieren jugar contigo pero también quieren hacer sus propias cosas, es un territorio delicado.

Y sin embargo, ahí estamos. Creciendo juntas.

Me dicen que lo más importante es dejarles las bases. Que lo esencial es formarles un buen corazón, y que todo lo demás vendrá después. Que hay que enseñarles a ser humanas; que mi tarea no es protegerlas de todo, sino hacerlas fuertes para cuando yo no esté ahí.

A veces tengo miedo. Miedo del mundo, del dolor que no podré evitarles, pero también tengo fe.

Fe en ellas, en lo que hemos construido, en el amor que las ha visto crecer, fortuna porque se tienen la una a la otra.

Me han enseñado tanto, me han hecho ser una mejor persona, y sé que ser su mamá no será siempre igual, que habrá silencios y puertas cerradas; que habrá cosas que no me cuenten, pero espero tener la sabiduría para no solo ser su mami, sino también su refugio, su guía, su aprendiz.

Porque sí, ellas dejaron los pañales, los peluches, las canciones infantiles, pero yo también dejo cosas atrás. Dejo la versión de mí que quería tenerlas en una burbuja, para empezar a ser testigo de su vuelo. Pero en este cambio, estoy segura que nos seguimos encontrando. 🍃🌿

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