Después de un día lluvioso, un encuentro inesperado con Michael Bublé y su familia en Roma, la visita al Vaticano, una caminata de muchísimos kilómetros, y la inevitable falta de hambre que tengo, llegó un día maravilloso. No es que no me gustara Roma, claro que me gustó, solo que lo mejor me estaba esperando…

Ayer fue uno de los días más mágicos y maravillosos de mi vida.
Me desperté temprano con la ilusión de visitar el Coliseo. Yo juraba que estaba lejísimos de mi hospedaje, pero Google Maps se burló de mi intuición pues estaba prácticamente a la vuelta. Al llegar me asusté por un instante pensando que no habría boletos, pero no, resulta que la mayoría de la gente prefiere dormir y llegar a las 11, cuando ya se acabaron.
El Coliseo es impresionante, como todos me habían dicho. Pero lo que realmente me robó el aliento fue el Foro Romano, sus jardines y las columnas gigantes que te recuerdan lo pequeño que eres. Ahí entendí que las grandes ciudades tienen magia, sí, pero lo que a mí me maravilla de verdad es la autenticidad, la vida sin prisa, la calma, la posibilidad de quedarme quieta unos minutos. Encontré un rincón sereno y me regalé mis acostumbrados siete minutos de meditación.
Debía apurarme: el tren a Florencia me esperaba. Lo que no sabía es que no solo me esperaba el tren, sino la ciudad misma. Al llegar sentí clarito cómo me abrazaba.
Calles estrechas, gente sonriente y el ruido de mi maleta golpeando el suelo empedrado me acompañaron hasta el departamento donde pasaré cuatro días. La travesía de James Bond aún no termina: para llegar a mi cuarto tengo que apretar números, subir en un elevador de los años 50 y, al final, sentir que estoy exactamente en el lugar que quiero.
No me alcanzan las palabras para seguir escribiendo de todo lo que he visto aquí, y la verdad tampoco sé si sigas leyendo, pero no quiero dejar de plasmar con mis palabras lo que pasó. Salí a caminar, y a diferencia de las veces pasadas, esta vez decidí que mi intuición sería la guía que me llevaría a conocer esta ciudad. Y sí.
Llegué a un lugar hermoso donde hacen arte con papel. La boutique prece antigua, es como de una típica casa de viejitos, pero con muchísima elegancia y atención al detalle. No pude evitar comprar, claro. Quería llevar conmigo toda la tienda de regreso a México. Pero justo después de recorrer los pequeños metros cuadrados, me encontré con una entrada maravillosa donde estaban los artistas dibujando: dos adorables viejitos que al son de un gran blues estaban haciendo magia con sus manos a través de una pluma. Fue tanta mi maravilla que ese relato va en un texto independiente.
Después de tomar cientos de fotos de arte urbano, entré por casualidad al Museo de la Ilusión. Me divertí como niña, recordando cuando mi mamá me llevaba a Universum (me encanta acordarme de mi gente con este tipo de experiencias).
Después seguí caminando, y entonces, me encontré con la Catedral de Santa María del Fiore, imponente, inesperada, casi irreal.
La noche me sorprendió en una calle desierta donde un italiano me gritó “corre velocce”. Mi cortisol se disparó, pero pronto encontré un restaurante tranquilo para cenar. Nadie se sorprendió de que llegara sola. Esa naturalidad me hizo sentir, por primera vez en mucho tiempo, que estoy en el lugar correcto.
El insomnio me acompaña desde que cambié de horario. A las tres de la mañana desperté y decidí llamar a Sofi y Tami. Están en todas partes conmigo, en cada iglesia, cada calle, cada risa que se cruza en mi camino. Sí, me cuesta trabajo estar lejos, pero agradezco la oportunidad de darme este tiempo. Quiero regresar a contarles todas estas historias y sembrar en ellas la sed de comerse el mundo. Y hacerlo.












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