Estoy plenamente convencida de que vine a este mundo a maravillarme y a contar historias. Historias que nacen de la conexión entre mis ojos, mi respiración, mi corazón y mi mente. Historias que no se inventan: se experimentan, se digieren, y luego buscan salir en forma de palabras con la esperanza de tocar a alguien más. Porque de verdad creo que no hay sentimiento más real que ver a las personas sentir.

Ayer hice un viaje fugaz a Saltillo. No sabía qué esperar más allá de compartir tiempo con gente maravillosa y mantenerme abierta a lo que la vida quisiera regalarme. Y vaya que me regaló.

Lo primero fue reencontrarme con uno de los maestros más importantes de mi vida en estos últimos tres años. Maestro en el sentido más amplio: alguien que me ha enseñado desde el amor a mirar distinto, a escuchar distinto. Estar a su lado es como abrir ventanas nuevas en la casa de mis pensamientos.

Caminamos una ciudad que al inicio parecía apagada, pero pronto recordé algo: las ciudades no tienen color por sí mismas, somos nosotros quienes les damos brillo, tonos y matices. La catedral, la iglesia, la sensación de Dios susurrando mensajes a través de la presencia de la gente que me rodeaba: todo fue un recordatorio de que sigo siendo cuidada y sostenida.

Después, en una comida con músicos, la vida se sentó a la mesa con nosotros. Entre vino y risas, hablamos de liderazgo. Uno de ellos, director de orquesta, compartió cómo su rol exige mantener la melodía y la armonía de decenas de músicos, un equilibrio casi imposible entre ojos, respiraciones, pulsos. Y entonces habló el violinista: él ve las cosas desde otro ángulo. Para él, el liderazgo no es solo del director; también está en la mano derecha, en quien a veces debe tomar la batuta para que las cosas sucedan cuando el director titubea. La lección me quedó grabada: el liderazgo se reparte, se comparte y se sostiene.

Más tarde, en el concierto, esa enseñanza se hizo música. Natanael, el director, invitó a Miguel, el violinista. Natanael tuvo la humildad de dejar su ego en la puerta y entregarle a Miguel el escenario. Y Miguel lo tomó con respeto, con amor, con la certeza de que brillaba no solo por él, sino gracias al espacio que le abrían. Fue una danza invisible de confianza mutua.

Y entonces, Miguel respiró. Eso fue lo que más me conmovió… antes de cada nota, inspiraba profundamente, acomodaba el violín en su rostro y se lanzaba como quien se deja ir al viento, como un pájaro en pleno vuelo, como un perro cuando corre feliz. Ese gesto sencillo lo convertía en un foco vivo, y yo no podía dejar de mirarlo. En su respiración había música, había magia, había esperanza. Recordé justo el libro que estoy leyendo «La neurociencia del cuerpo«, y cómo la respiración es puente entre emoción, cuerpo y salud. Qué poco nos detenemos a respirar de verdad, y cuánto hay escondido en ese acto tan básico.

El viaje siguió. En un coctel conocí a Fernando, enólogo y empresario que curiosamente se apellida Madero; él me habló de las uvas como quien habla de sus hijos: con amor, cuidado y respeto. Me recordó que amar lo que haces cambia la calidad de todo lo que tocas. Después me presentaron a Martín, un guitarrista que aún no escucho en vivo, pero cuya filosofía me fascinó: antes de elegir las canciones que va tocar, investiga el lugar donde está, su audiencia, qué desea esa región, qué esperan esas personas, y después, hace su magia. Me quedó claro, un músico debe escuchar para ser escuchado. Así debería ser todo en la vida.

Volví de Saltillo con la certeza de que cada encuentro fue una nota en una sinfonía más grande. Una ciudad nueva, maestros de vida, músicos que convirtieron el liderazgo en arte, un director que me dio un punto de vista diferente de respeto, congruencia y elegancia, un violinista que me enseñó a mirar la respiración como melodía, un enólogo que me recordó el poder del amor en el trabajo, un guitarrista que puso en palabras la humildad de escuchar para poder entregar.

Todas estas lecciones caben en apenas dos días. Dos días que me confirmaron que mi misión, además de ayudar, es contar historias. Que mi tarea es escribir para que alguien más sienta. Y mientras mis dedos teclean estas palabras, me hago una pregunta que ahora te lanzo a ti:

¿De qué más te gustaría que escribiera?

Gracias por leerme. Sara.

Una respuesta a “El viaje fugaz que hizo música.”

  1. Avatar de Mario Contreras

    ¡Que bonito escribes, Mariana!

    Te quiere, Mario!

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